sábado, 22 de noviembre de 2014

¿Cómo surgió la Nueva Francia, hoy la provincia de Quebec?



Algunas hectáreas de nieve: los personajes de la novela Diario del Contemplante entre los indígenas y las guerras de religión

Diario del contemplante es una novela sobre esas hectáreas de nieve que se supone fuera la Nueva Francia. No es, stricto sensu, una novela histórica porque sus protagonistas son ficcionales. Pero la mayoría de los personajes mencionados en sus conversaciones no lo son, por lo que todos sus héroes, heroínas, villanos y villanas están sumergidos en los acontecimientos históricos dramáticos que los rodean. ¿Por qué titular una ponencia sobre la Nueva Francia “Algunas hectáreas de nieve”? Esta frase, que ningún quebequense llamado “de cepa” desconoce, viene de una carta que Voltaire, el ideólogo de la  Revolución Francesa, escribiera a François-Augustin Paradis Moncrif Monrion el 27 de marzo 1757, o sea 50 años después de la posible muerte de los protagonistas de la novela Diario del contemplante.
El comentario despectivo de Voltaire acerca del Canadá se tiene que ubicar en el contexto de la Guerra de los Siete Años, conflicto que estalló en 1756 en Europa, y que también tuvo un frente bélico en las colonias de América, por lo que recibió el nombre de Guerra Franco-india. La Guerra Franco-india constituía ya el cuarto enfrentamiento colonial entre dos potencias, Francia e Inglaterra, y duraría 9 años. Al  principio hubo claro predominio francés, pero el resultado final fue desastroso para los colonos franceses de América del Norte: el 13 de septiembre 1759, Gran Bretaña conquista lo que era en aquella época un Canadá incipiente, alias la Nueva Francia, en la famosa batalla de las llanuras de Abraham, un descampado junto a las fortificaciones que rodeaban la ciudad de Québec. Por supuesto que al hablar de un Canadá incipiente, hablo de un país unificado que comparte una bandera, y de ninguna manera menosprecio todas las tribus que habitaban ese vasto territorio antes de la llegada de los Europeos, y tenían una historia. La famosa frase de Voltaire, que siempre nos dio vergüenza a los francocanadienses, reza así: “Nos da lástima la pobre raza humana que se degüella en nuestro continente por unas cuantas hectáreas de hielo en Canadá.”

Para situar lo que fue la colonización de la Nueva Francia (hoy la provincia de Québec), es útil recordar que Francia llevaba tiempo enfrascada en una cruenta guerra de religión en la que se oponían el catolicismo y el protestantismo. Si uno considera que desde los tiempos de Nostradamus —que nació en el sur de Francia en 1503 y vaticinó el cisma religioso que desgarraría el reino de Francia—, católicos y protestantes se mataban, debería espantarnos aun más el hecho de que la política de decristianización que trajo la Revolución Francesa encontraría su punto de culminación bajo el llamado Terror, a finales del siglo 18. Es decir, dos siglos después de los vaticinios de Nostradamus. De 1792 en adelante, en la estela de la Revolución, esta guerra civil de tintes religiosos cobró la vida de entre 20 y 30% de los franceses. Hubo que esperar la caída de Robespierre, el 27 de julio 1794, para que el país empezara a pacificarse y encontrara un largo camino hacia la laicidad. Es en este contexto de guerras de religión que se da la colonización de un territorio francés en las Américas, llamado oficialmente Virreinato de Nueva Francia. Este territorio, centrado en el río San Lorenzo, comprendía todas las colonias francesas de Norteamérica, desde la desembocadura de aquel río hasta el delta del Misisipi. Sus habitantes venían del noroeste de Francia: Bretaña, Normandía, Poitou y Saintonge.

Resulta que los Europeos de la época estaban convencidos de que existía un paso, al norte de las tierras nuevas, que conducía a las islas de las especies. Así fue que el 24 de julio 1534, buscando lo que se creía era el llamado Paso del noroeste, un navegante y cartógrafo bretón llamado Jacques Cartier sale de Saint-Malo, cruza el Atlántico y planta una cruz gigantesca en Gaspé (un promontorio ubicado en la desembocadura del río San Lorenzo) en nombre del rey de Francia, Francisco Primero. En su segundo viaje de exploración, realizado en 1535-36, Cartier llevaba tres barcos, y al cabo de su tercer viaje, realizado en 1541-42, regresó a Francia con lo que él creía ser un inmenso cargamento de oro. El mineral resultó ser vil pirita de hierro, de ahí la expresión francesa “el oro de los locos” para hablar de algo que parece tener valor pero no lo tiene. Cartier muere en Saint-Malo, amargado, humillado y derrotado, sin darse cuenta de que, gracias a sus increíbles viajes de exploración —donde no se perdió ni se averió ningún barco— él fue uno de los primeros en reconocer formalmente que el Nuevo Mundo era una masa de tierra separada de Europa y Asia.
            Había sido plantado el germen de lo que fuera luego la Nueva Francia. No obstante la hazaña de Cartier, los intentos de colonizar ese territorio casi virgen, habitado por tribus esencialmente nómadas de cazadores y pescadores, fracasaron durante casi 100 años. Los Franceses, ignorando la existencia de la llamada Corriente del Golfo, que con sus aguas templadas calienta las costas occidentales de Europa, no entendían por qué, habiendo navegado a la misma latitud que París, encontraron ahí una tierra de nieves, desolada, donde la única riqueza era la madera de los bosques interminables, con todo y los animales que ahí habitaban. Esos animales se volvieron el sustento económico de la colonia, al brindar sus pieles a los cazadores, alimentando así los mercados europeos. Pese a que no pasara gran cosa en términos de colonización novo francesa en el siglo XVI, viendo que los Españoles y los Británicos, más al sur, estaban conquistando descomunales trozos de tierra, los Franceses no desistieron de establecer asentamientos en las riberas del río san Lorenzo. Así fue que en 1600, se fundó otro puesto de comercio de pieles en Tadoussac: sin embargo, diezmados éstos por el escorbuto, las gripas y la viruela, sólo cinco colonos sobrevivieron al crudo invierno canadiense. Pese a eso, los Franceses todavía no se quieren rendir. En 1604-1607, Samuel De Champlain —que hasta hoy en día es considerado el padre de la Nueva Francia— funda junto con otro explorador el burgo de Port-Royal, en Acadie, lo que es hoy la provincia canadiense de Nueva Escocia. Dados los rigores del clima, el asentamiento fue abandonado en 1607, restablecido en 1610 y destruido definitivamente en 1613. En 1608, Samuel De Champlain logra fundar la ciudad de Québec, donde estaba asentado el pueblo indígena de Stadaconé.  
Los Hurones, igual que muchas otras tribus del norte (Abenakis, Innus, Micmacs, Montañeses) eran enemigos de la gran tribu sureña, la de los mohicanos, que los franceses bautizarían con el nombre de “Iroquois” o “Agniers”. Los Franceses se aliaron militarmente con las tribus del Norte en contra de los Iroqueses. Los guerreros y conquistadores iroqueses dominaban desde que, en 1570, hubieran formado una confederación para poner fin a las incesantes guerras que oponían entre sí las numerosas tribus iroquesas; este afán de paz dio lugar a un territorio pacificado al que se le llamó la Iroquoisie. Sin embargo, ésta no tardó en alcanzar una clara superioridad militar y política sobre las tribus norteñas.
Samuel de Champlain y los Algonquinos (una tribu del norte) atacan a los iroqueses en 1609, lo que desata una guerra tribal y un conflicto armado con los colonos franceses: esas tensiones bélicas durarían hasta el final de la Nueva Francia y envenenarían la existencia de los colonos. Los Iroqueses, aprovechando la rivalidad que ya oponía los reinos de Francia e Inglaterra, se hacen aliados de los Ingleses; la semilla de la conquista que aniquilaría políticamente la Nueva Francia ya estaba plantada. De 1648 a 1650, los Iroqueses destruyen la Huronie, la alianza de pueblos indígenas del norte, lo que resultaría desastroso para los colonos franceses, y añadiría a sus dificultades de adaptación un elemento castrense.
Mientras tanto, había empezado la obra de asentamiento y evangelización de esa tierra que fue pensada como un bastión del catolicismo en tierra americana por un rey asediado por conflictos religiosos en su propio país. En 1615, llegan a Canadá los Récollets, una rama reformada de los Franciscanos, y en 1625, llegan los Jesuitas. En 1642, se funda Montreal, llamada entonces Ville-Marie, ahí donde estaba asentado el pueblo iroqués de Hochelaga. En 1663, para contrarrestar el fracaso económico que había resultado ser la colonización del río San Lorenzo, la Nueva Francia se vuelve colonia real, bajo la batuta de Luis XIV, el Rey Sol.
La principal preocupación del clero en ese momento era que sobreviviera la gente a los rigores del clima y a las enfermedades nórdicas, y prosperara un asentamiento católico francófono de ultramar, esto aunado a la necesidad de evangelizar a los Indígenas. El intento de evangelización, al contrario de lo que ocurrió en las colonias ibéricas, progresó tan lentamente que se le acusó a monseñor de Laval, obispo de Québec, de haber bautizado más castores que indios. Los minuciosos censos de población de la época muestran claramente lo difícil que fue la sobrevivencia de esa utopía llamada Nueva Francia. Las colonias crecieron lentamente, en parte porque a las minorías religiosas no se les permitía establecerse ahí; por ley, la Nueva Francia era solamente católica, y la inmigración para los hugonotes franceses estaba prohibida. La censura religiosa, el clima boreal tan inhóspito, así como las guerras con y entre indígenas, fueran frenos irreductibles al establecimiento de una colonia próspera: en 1665, la población novo francesa era de apenas 3,215 habitantes (mientras que en aquel mismo año, la población de las 13 colonias de Estados Unidos, contiguas, alcanzaba los 75,000 habitantes). En 1681, la población de la Nueva Francia totalizaba los 9,677 habitantes. ¿Cómo, entonces, logró triplicarse la población en tan sólo 17 años? No sólo fue mediante leyes muy estrictas que forzaban a la gente a casar a sus hijos so pena de cuantiosas multas, sino, principalmente, con la llega de las llamadas filles du Roy (las “muchachas del Rey”), unas huérfanas apenas núbiles que provenían de los orfanatos de la diócesis de París. El imperio las mandaba en barcos a poblar esa tierra que según Voltaire no era más que estériles extensiones de hielo.   
Los personajes de la novela Diario del contemplante no saben aún que en 1763, una flotilla de guerra enarbolando bandera británica llegaría al río San Lorenzo, que el general inglés Wolfe pelearía en Québec contra el general francés Moncalm. Ambos generales mueren en el enfrentamiento, pero Francia es derrotada militarmente al cabo de una batalla que signaría el fin de una colonia. El Tratado de París, firmado el 10 de febrero de en 1763, marca la capitulación de la Nueva Francia. Supuso la pérdida de todas las posesiones continentales francesas (y no sólo el final de la Nueva Francia, que acabó rayada del mapa como entidad política). Después de cierto éxodo de los Franceses, en el que algunos se regresarían a la tierra de ultramar, quedaron 65,000 colonos, conquistados y con un destino más que incierto. Cuando Inglaterra y Francia se sentaron en la mesa de negociación a ver qué territorio sería cedido como botín de la batalla de las Llanuras de Abraham, se pensó en las islas del azúcar (Santo Domingo —que en aquel tiempo conformaba todo Haití — Martinica y Guadalupe). Las minúsculas islas estuvieron a punto de ser intercambiadas a la Corona británica en pago por su victoria militar, en vez de la Nueva Francia, que era vista como algo mucho menos valioso, con sus hectáreas de nieve. Sin embargo, el lobby del azúcar de los dueños británicos de plantaciones en el Caribe se opuso a que Inglaterra se quedara con las islas azucareras y abogó por la cesión de la Nueva Francia: temían la competencia de los franceses que eran dueños de plantaciones caribeñas porque vendían el azúcar de caña muy barata. De haberse salido con la suya los partidarios de que se cedieran las islas caribeñas en vez de la Nueva Francia, hoy todo Canadá hablaría francés, y la lengua materna de Saint-John Perse y de Aimé Césaire hubiera sido el inglés.
            No obstante las pérdidas que siempre representa una conquista, a los colonos franceses le fue relativamente bien bajo yugo británico, considerando la política de asimilación de la época: ni su idioma, ni su religión, fueron el blanco de medidas de censura o exterminio, como suele suceder en los casos de conquista militar. La Corona inglesa decidió ser benévola con ellos, no porque esos colonos pobres les simpatizaran, sino porque temía un efecto de contagio de parte de los colonos ingleses del sur, que reclamaban en ese momento la independencia, la ruptura del lazo con el trono inglés. Si los conquistadores ingleses aplicaban mano dura en contra de los conquistados, éstos podrían aliarse con los revoltosos de Maine y de Massachussets, y reclamar también su propio país.
            La novela, cuyos personajes oscilan entre la Nueva Francia y la Madre Patria, versa también sobre las consecuencias, en Francia, de un evento clave del siglo 17, la revocación del Edicto de Nantes, firmado originalmente el 13 de abril de 1598 por el rey Enrique IV de Francia. Este decreto permitía libertad de culto, dentro de ciertos límites, a los protestantes calvinistas. Su promulgación había puesto fin a las guerras de religión que convulsionaron el territorio de Francia durante el siglo XVI, y cuyo punto culminante fue, tal vez, la matanza de San Bartolomé, acaecida el 24 de agosto de 1572, que significó la masacre de miles de hugonotes.
El primer artículo del Edicto de Nantes era un artículo de amnistía que ponía fin a la guerra civil:
Que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes de los mismos, hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida. No será posible ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, el hacer mención de ello, ni procesar o perseguir en ninguna corte o jurisdicción a nadie.
En los siglos XVI y XVII, el edicto se conocía como Edicto de pacificación. Sin embargo, el Edicto de gracia de Alès, promulgado el 28 de junio de 1629, lo deroga. Esto reaviva el conflicto religioso derivado del gran Cisma, y desata también una cacería de brujas. Se busca combatir no sólo el luteranismo, sino erradicar todas aquellas prácticas que son vistas como amenazas al dogma católico. La astrología es prohibida por Colbert, el famoso ministro de Luís XIV, en 1666. En ese contexto se tienen que mover aquellos personajes de la novela. En 1685, en la estela de ese retroceso que fue la revocación, se promulga el Código Negro, que pretende reglamentar la esclavitud en las islas del Caribe. Así, el conflicto que opone Ingleses y Franceses en la Nueva Francia halla ecos en el Caribe, o viceversa. El Código negro, entre otras cosas, animaba a los amos de plantaciones a bautizar a sus esclavos en el catolicismo, instruirlos, proporcionarles educación y un entierro católico. Los redactores del código creían, igual que los Jesuitas con los Algonquinos que intentaban cristianizar, que los Negros sí eran seres humanos dotados de un alma y pasibles de salvación. En la sección 2 del Código negro, se les prohíbe a los dueños de plantación y a sus esclavos, como reflejo especular de lo que fuera el fundamento de la Nueva Francia, la práctica de la fe protestante.
Todos somos producto de la Historia: la lengua que hablamos, el color de nuestra piel, la religión que profesamos, nuestra manera de pensar, de ver el cuerpo, las instituciones, el gobierno, la vida y la muerte, lo que comemos, valoramos y detestamos es consecuencia de lo que sembraron los que nos precedieron en el tiempo y en el espacio. 




miércoles, 19 de noviembre de 2014

Anne Sexton, adepta de Hades



ANN SEXTON: LA POESIA COMO MEDIO DE SOBREVIVENCIA

                A principios de los sesenta, una poeta norteamericana de unos cincuenta años ganaba el prestigiado premio Pulitzer en la categoría “poesía”, con un poemario titulado Live or Die (“Vivir o morir”). El título de su libro no pudo haber sido otro: estremece por su lucidez y su desesperanza.
                La validez o necesidad de lo poético en la vida de Ann Sexton se podría resumir en este fragmento de una carta que el filósofo Schopenhauer escribió a Goethe en noviembre de 1815: “Lo que hace el filósofo es el valor de reconocer con franqueza cualquier pregunta que tiene en frente. Él debe ser como el Edipo de Sófocles, quien, buscando la iluminación acerca de su terrible destino, prosigue su infatigable búsqueda, aun cuando adivina que lo que lo espera en la respuesta es horror y consternación. Pero la mayoría de nosotros lleva en su corazón la Jocasta que le suplica a Edipo que por el amor de Dios ya no ahonde más en su búsqueda”.
                Ann Sexton anunció su muerte a todas luces en sus poemas. El acto que acabó con su vida era su enésimo intento de suicidio. Su mejor amiga había tratado de impedir el gesto meses atrás, provocando los reproches de la misma Sexton. Una vida corta, sembrada de estancias intermitentes en hospitales siquiátricos. Dos hijas que la poeta no pudo criar por sus severos episodios de depresión y a las que dedicó poemas desgarradores. Mientras falló su matrimonio y abdicó en su maternidad,  Sexton nunca desfalleció en su entrega a la poesía. Escribir poemas, infatigablemente, fue lo único que pudo sostener sin rendirse. Lo único que logró hacer sin desistir, a pesar de un desasosiego mental que yo llamaría “existencial”. Sin embargo, ese mente enferma, melancólica, invadida por la culpa y un sentimiento de fracaso que le restaba sentido a su existencia, esa mente incapaz de enfrentar el mundo exterior, produjo poemas que, lejos de recibir una fama exclusivamente póstuma, fueron celebrados mientras ella aún vivía. Su poemario Live or Die es sin lugar a duda el más cáustico, el más oscuro y a la vez luminoso, de sus libros.
                El ascenso de Sexton en el mundo literario norteamericano fue meteórico. Hubo quien criticó el tono muy “confesional” de su poesía. Ella asumió una postura eminentemente “femenina” mientras el establishment literario mayoritariamente masculino de la época (y que aún lo es) consideraba como falta de rigor el hablar tan íntimamente de uno mismo, del útero, de los quehaceres domésticos, como si no hubieran puntos de comunicación entre lo individual/temporal  y lo universal/atemporal. Los temas abordados por Sexton eran, sí, reiterativos: habló de locura, muerte, su feminidad como eje de un orbe social que la contreñía. Habló de angustia, de un tormento metafísico que rayaba lo teológico. En su obra denuncia la falta de sentido de lo cotidiano, explaya sus recuerdos de infancia e interroga el lector sobre la existencia de lo divino. Sus poemas hablan del silencio de Dios y de sus acólitos, un Dios con el que quiso desesperadamente establecer un diálogo. Un diálogo que su propia mano segará. A pesar o a consecuencia de ese gesto, Anne Sexton nos dejó una poesía extremadamente lúcida, escrita en un tono que no por ser muchas veces coloquial, es menos impactante. Sus versos son hierro candente: marcan, cuestionan, ninguno es esperanzador, todos son cínicos y a la vez extraordinariamente acertados y perspicaces. Sólo el lector atento podrá hallar luz en la desesperanza de sus metáforas, la belleza del lenguaje que Sexton vuelve dardo sin quitarle hermosura. Una hermosura doliente, como lo atestiguan los siguientes poemas, tomado del libro Live or Die.

EL SOL (versión de Mónica Pérez-Taylor, Françoise Roy, Gabriela Sepúlveda y Laura Solórzano)

He oído de peces
subiendo hasta el sol
que quedaron para siempre,
hombro con hombro,
avenidas de peces que nunca regresaron,
todas sus manchas de orgullo y soledades
succionadas fuera de ellos.

Yo pienso en moscas
que salen de sus inmundas cuevas
hacia el ruedo.
Primero son transparentes.
Luego son azules con alas de cobre.
Ellas brillan en las frentes de los hombres.
Ni pájaro, ni acróbata
van a secarse como pequeños zapatos negros.

Soy un ser idéntico.
Enferma por el frío y el olor de la casa
me desvisto bajo el ardiente vidrio de aumento.
Mi piel se aplana como agua de mar.
Oh tú, ojo amarillo.
déjame estar enferma con tu calor,
déjame estar con fiebre y encogida.
Ahora me entregan totalmente.
Soy tu hija, tu carne dulce,
tu sacerdote, tu boca y tu pájaro
y voy a contarles todas las historias sobre ti
hasta quedar guardada para siempre,
una delgada bandera gris.                                       

                                                                                        Mayo 1962
POR EL AÑO DEL DEMENTE
Una oración      (versión de Françoise Roy)

O María, madre frágil
escúchame, escúchame ahora.
a pesar de que no conozca tus palabras.
El rosario negro con su Cristo de plata
está ya en mi mano, sin bendecir,
pues yo soy la descreída.
Cada cuenta es redonda y dura entre mis dedos,
un pequeño ángel negro.
O María, permíteme esa gracia,
ese traspaso,
aunque yo soy fea,
sumergida en mi propio pasado
y mi propia locura.
Aunque estén las sillas,
yazgo en el piso.
Lo único vivo son mis manos
tocando las cuentas.
Palabra por palabra, yo tropiezo.
Como principiante, siento tu boca que toca la mía.

Voy contando las cuentas como olas
que martillan mi cuerpo.
Me enferma de que sean tantas,
estoy enferma, enferma en el calor del verano
y la ventana, arriba,
es la única que me escucha, mi ser desmañado.
Ella es la que recibe, consuela.
La dadora de aliento,
murmura, exhalando su gran pulmón como un pez enorme.

Cerca, más cerca
se aproxima la hora de mi muerte
mientras me arreglo la cara, me contraigo,
me hago insuficiente y se me alacia el pelo.
Todo eso es la muerte.
En la mente hay un pasillo estrecho que se llama muerte
y por ahí fluyo
como si fuese agua.
Mi cuerpo es inútil.
Yace acurrucado como un perro en el tapete.
Se ha dado por vencido.
No hay palabras posibles aquí más que las aprendidas a medias
el Ave María y el Llena eres de gracia.
Ahora he ingresado a este año sin palabras.
Me percato de la extraña entrada y del voltaje exacto.
Sin palabras existen.
Sin palabras uno puede tocar pan
y que le den pan a uno
y no emitir sonido.

Oh María, médico de ternura,
ven con polvos y hierbas:
estoy en el centro.
Es muy pequeño y el aire es turbio
como en una casa de vapor.
Me dan vino como a un niño se le da leche.
Me lo ofrecen en un vaso delicado
en una copa redonda y un labio delgado.
El vino mismo es de un color subido, con olor a moho y secretos.
El vaso se alza por sí solo hacia mis labios
y me doy cuenta y lo entiendo
sólo porque está sucediendo.

Tengo este miedo de toser
pero no hablo,
un miedo a la lluvia, un miedo al jinete
que viene cabalgando hasta entrar en mi boca.
El vaso se inclina por sí solo
y estoy en llamas.
Veo dos líneas delgadas que me queman la barbilla.
Me veo como uno vería a otro.
He sido cortada en dos.

O María, abre tus párpados.
Estoy en los dominios del silencio,
el reino de los locos y durmientes.
Hay sangre aquí
y me la he comido.
Oh madre del vientre,
¿sólo he venido por sangre?
¡Madrecita!
Estoy en mi propia mente.
Estoy presa en la casa equivocada. 

El gran pensador Carlos Lineo (artículo originalmente publicado en la extinta revista Tragaluz)



Carl von Linné y los intríngulis del arca de Noé

Por Françoise Roy

Guiño: No es ni una piedra ni una planta,
es, por lo tanto, un animal
Carlos Lineo

Otro guiño: La vista siempre debe aprender de la razón
Johannes Kepler
      

Un fascículo de unas cuantas hojas, titulado Systema Naturæ (Leyden, 1735), abrió tal brecha en los tortuosos caminos del saber que acabó dándonos, por antonomasia, el muy moderno concepto de biodiversidad. Su autor, Carl von Linné, el padre directo de la botánica e indirecto de la ecología, colocó las bases modernas de la taxonomía, que permite identificar una especie animal o vegetal mediante una referencia común y cuidadosamente documentada, válida en el mundo entero. Este botanista aficionado al trabajo de campo, que motivó en vida y durante siglos después de muerte verdaderos ejércitos de cazadores de hojas y pétalos peligrosamente armados con lupas y pinzas, nació en Suecia en 1707 y fue docente de las Universidades de Lund y de Uppsala. De ser Carolus Linnaeus (su nombre académico, latinizado) un distinguido profesor perdidamente enamorado de las corolas, pasó a ser Carl von Linné después de que el rey de Suecia Adolf Fredrik le confiriera sus letras de nobleza. Se le conoce además por haber iniciado el uso de los símbolos grecorromanos del dios de la guerra, Marte (, que gráficamente representa el escudo y la lanza del guerrero) y de la diosa del amor y de la seducción, Venus (, que gráficamente representa un espejo de mujer) para designar respectivamente lo masculino y lo femenino. También defendió el amamantamiento de los hijos propios, impugnando la costumbre de las mujeres acomodadas de recurrir a los servicios de nodrizas. 
Clasificar y nombrar fue el trabajo de vida de Linné, un quehacer que empieza mucho antes del siglo 17. Si bien la nomenclatura bíblica que divide a los animales entre puros e impuros no nos parece muy científica, tenemos ya, desde tiempos inmemoriales, el mito del arca de Noé, tal vez el más conmovedor y antiguo recuento de la diversidad animal. Los antiguos sabían que un león no es lo mismo que una gacela, pero iban a pasar muchos siglos antes de que emergiera el concepto de especie como tal, una idea muy controvertida cuyos detractores iniciales eran los postulantes de la generación espontánea. Fue esa teoría ampliamente aceptada la que retrasó, históricamente, la aparición del concepto de especie. Pensar que las larvas aparecen ex nihilo se nos antoja hoy en día igual de descabellado que Santo Tomás afirmando que los planetas se mueven en el firmamento porque los empuja un ángel, pero el mismo Aristóteles era partidario de la generación espontánea, y no fue hasta el siglo 17 cuando Jan Swammerdam demostró que los insectos no se reproducían así, sino que tenía órganos formados por epigénesis, es decir que se desarrollan por secuencias. Fue el predecesor de Linné, otro gran naturalista llamado John Ray, quien diseñó un sistema de registro natural basado en la observación directa y quien inventó, propiamente, el concepto de especie, que él definió como el conjunto de seres capaces de reproducirse y tener crías o retoños iguales a sus padres. La palabra especie misma tiene parentesco etimológico con los espejos, ya que procede del latín specere, que significa “ver”, “mirar”. Los naturalistas como Ray y Linnaeus eran agudos observadores del mundo vegetal y partidarios de la observación de primera mano. 
Si bien los herbarios y bestiarios medievales, con sus poéticas descripciones donde la fantasía y la ficción se comían a dentelladas los linderos de la realidad objetiva, fueron durante 1500 años el instrumento mediante el cual los europeos letrados conocían la naturaleza, los trabajos pioneros de Carlos Lineo (como lo conocemos en el mundo de habla hispana) permitieron que una flor antes llamada (llenen sus pulmones de aire)physalis amno ramosissime ramis angulosis glabris foliis dentoserratis se volviera algo tan simple como physalis angulata. Sus descubrimientos se inscriben en lo que fuera un intenso período de exploración y documentación de la naturaleza para fines de ordenamiento, que se extendió desde mediados del siglo 17 hasta mediados del siguiente.
El sistema de Lineo se basaba en características compartidas y observables, y de haber sido diseñado fundamentalmente para las plantas, se extendió luego al reino animal. Cuando él muere en 1779, su esquema binomial fincado en el género y la especie lo había destinado a ser el Sigmund Freud del mundo botánico. Recurriendo al sentido común, Lineo clasificó a las plantas dentro de una jerarquía, centrando sus observaciones en las etaminas y los pistilos, díada que conforma el aparato sexual de las plantas. Ahí es donde el asunto se pone sabroso. Siendo un luterano devoto que creía en una ley divina de indemnidad (una suerte de retribución directa recibida en vida, que premia o castiga las acciones de uno), nuestro voyeur del mundo vegetal escribió en una época en que la sexualidad, aun la de las flores, era considerada sospechosa y ciertamente muy embarazosa. Poco le faltó para ser acusado de obsceno, de la misma manera que los pioneros de la invención del microscopio fueron acusados de mentirosos porque lo que decían ver en la lente no podía ser sino el producto de ilusiones ópticas o de mentes fantasiosas y trastornadas. En una era en que la ciencia y el conocimiento estaban ceñidos a la ortodoxia religiosa, en que la doctrina cristiana se negaba a admitir que hubiese tierra habitable abajo del ecuador, en que reportar las numerosas especies animales del Nuevo Mundo llevaba a la conclusión herética de que tantas criaturas no pudieron haber cabido en el arca de Noé, en que la edad de la Tierra y los mapas se tenía que acoplar al pie de la letra a las cuentas y la geografía bíblicas, la observación directa, como la que alentó a Lineo a investigar la flora de Laponia, contribuyó a que el saber se librara del yugo del dogma y escapara a la férula de lo “teológicamente correcto”. Otros pensadores, como Giordano Bruno, pagaron por su osadía siendo arrojados a las llamas de una hoguera.     

Apuntes sobre el libro "Los Tarahumaras: pueblo de estrellas y barrancas", de Carlos Montemayor, Instituto Chihuahense de la Cultura, Chihuahua, México, 2012.



LOS TARAHUMARAS, entre cuerpos celestes y desfiladeros

Françoise Roy


La primera referencia concreta que tuve acerca de la tradición tarahumara atañe a un hermosísimo mito de Creación que me fue relatado por mi gran amigo Enrique Servín Herrera, lingüista, políglota, traductor, poeta e humanista. De acuerdo a aquel mito de origen, dicen los hombres de la sierra del norte de México —en tanto que guardianes de una cultura milenaria— que al principio de los tiempos, el Sol y la Luna eran tan, pero tan pobres, que se espulgaban mutuamente, allá arriba, colgados en el firmamento. Además de ser un conmovedor ejemplo de solidaridad entre astros, este mito fundacional nos muestra varias facetas de la vida de los hablantes del idioma rarámuri: el relativo despojo que viene tal vez de una geografía extrema y austera marcada por paisajes de altas, escarpadas y frías cumbres, la interdependencia de todo lo vivo (asumiendo asimismo que para espulgarse, los dos luminares necesitaban estar vivos) y finalmente, el espíritu comunitario que tan fielmente han cultivado todas las culturas indígenas de México. La permanencia —por lastimado y oprimido que esté en muchas ocasiones— del mundo indígena (y no me gusta llamarlo prehispánico o precolombino, como si antes de Colón no hubiera existido nada valioso en ese continente) es sin lugar a dudas el más extraordinario ejemplo de resistencia pacífica que ofrece la historia universal.
De estos rasgos culturales propios de las Américas ancestrales, y de mucho más, habla el libro extraordinario “Los tarahumaras: pueblo de estrellas y barrancas”, publicado por el Gobierno de Chihuahua y el Instituto Chihuahuense de la Cultura, en coedición con el CONACULTA. El volumen es extraordinario por varias razones. Primero, por su factura, porque siendo —además de un texto académico y literario— un libro de fotografías, se lee como un esplendente testimonio visual de la vida de los tarahumaras. Captadas por el lente de varios fotógrafos, las costumbres de los hablantes del rarámuri cobran vida en papel couché, tanto a color como en blanco y negro, y por si fuera poco, en páginas enmarcadas entre pastas duras. Segundo, por su texto desdoblado, ya que éste es probablemente el único libro en el mundo entero que es trilingüe, combinando el español, el inglés y el rarámuri. Y tercero, por su autoría: el libro es producto de la pasión infatigable de quien fuera poeta, narrador, ensayista, antologador, cuentista, traductor, investigador, indigenista, luchador social y tenor, es decir, el gran chihuahuense Carlos Montemayor. No dudo de que allá donde está hoy día Carlos Montemayor, los tarahumaras han visto prenderse una estrella. Y estoy también segura de que, al contrario de los astros primigenios que vieron nacer el planeta Tierra, la estrella que es hoy en día el alma de Montemayor brilla en el orbe —desgraciadamente invisible para nosotros— del asombro póstumo.
            Carlos Montemayor, como todos los que se preocupan por las culturas nativas, fue una suerte de Noé moderno. Hago referencia aquí al hecho de que el arca que surca las páginas de la Biblia fue, muy sui generis, el primer ejemplo de preocupación del ser humano por la idea de “extinción”. Un concepto pavoroso, eso de la exterminación, eso de que algo pase a llamarse “lengua muerta” o “especie desaparecida”. Cuentan que cuando el gran poeta Stéphane Mallarmé se enteró de que el sol, un día, dejaría de existir, éste cayó en una aguda depresión. Su aflicción no amainaba, por mucho que le aseguraran sus contemporáneos, tan solícitos, que faltaban eones para que aquel cataclismo sucediera. La llama del sol apagándose paulatinamente en su pabilo celeste entrañaba para Mallarmé una catástrofe inconcebible.
El hecho de que una especie o una tradición lingüística deje de existir (y esto casi siempre pasa a consecuencia de los malos manejos y de la codicia del género humano) es en sí una inconmensurable tragedia. Se calcula que en el territorio nacional, existen sesenta y ocho lenguas en peligro de desaparecer a corto o mediano plazo. En el mundo, son más de tres mil idiomas los que están ahora mismo en riesgo de esfumarse para pasar a los anales de la arqueología forense. Se calcula que si no se revierte esta tendencia, la destrucción aludida será consumada para el año 2100. Hablo aquí de conservación porque la idea de valorar —y por ende, preservar— lo amenazado, lo que respira en un sitio liminar, está inscrito páginas adentro entre la tapa y la contraportada de este libro. ¿Necesitamos construir de nuevo arcas de Noé modernas para salvaguardar la continuidad histórica de todos los seres vivos, entre ellos los idiomas y las culturas que éstos han tejido? Una lengua es por antonomasia la expresión más excelsa de la capacidad del ser humano, al margen de sus pocas virtudes e inmensas taras, como la ignorancia, el egoísmo y la beligerancia. Podemos afirmar que los pájaros son cantantes virtuosos (muchas veces mejores que las sopranos y los vocalistas más refinados); delfines, ballenas y mamíferos superiores han desarrollado complejos lenguajes no verbales y de sonidos rayanos con la telepatía. Sin embargo, sólo el Hombre habla verdaderamente. Y gracias a esta extraordinaria facultad, es capaz de fabricar verbalmente un mito de creación donde el astro rey y su consorte nocturna se quitan las pulgas. Ningún otro ser que comparta con nosotros el planeta azul tiene la habilidad de proferir sonidos que desemboquen hacia tan alto grado semántico. Por eso se debe celebrar la aparición de un libro en rarámuri, como se debe celebrar cualquier medio de conservación de un idioma que vive en la fragilidad, equilibrista al borde del olvido.
¿Qué significa desarrollarse cultural y linguísticamente en las orillas de los usos dominantes? ¿Qué significa pertenecer a la periferia de una sociedad que ha heredado no sólo lo mejor, sino también lo peor de la Edad de las Luces, es decir, la convicción de que la magia no existe, de que la Razón todo lo explica, de el Hombre no es parte sino dueño plenipotenciario —a no ser tirano— de la Naturaleza, y de que el individuo es un reyezuelo que tiene derecho de ser feliz al margen de su comunidad, de espaldas al pasado? Carlos Montemayor estaba muy conciente de ese desfase cultural entre conquistadores y conquistados, ganadores y perdedores, y es indudable que al fallecer él en 2010, México perdió a uno de sus hijos predilectos, alguien que había entendido cabalmente que la diversidad es riqueza, no pobreza, y que sólo una sociedad incluyente puede aspirar al ideal de Justicia que es derecho de todos. Y hablando de exclusión e inclusión, quiero traer aquí a colación una anécdota personal. Sucede que cuando Castilla y León fueron el invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, al leer el lema oficial de su participación, algo hizo chispa en mí. Tal vez se deba una sensibilidad acrecentada hacia la identidad lingüística por ser yo misma miembro de una minoría lingüística en mi propio país. Resulta que el lema aludido rezaba así: “Nuestro idioma, nuestra casa”. Si el español es la casa de los mexicanos porque parte de sus ancestros lo impusieron (muchas veces a sangre y fuego), ¿quiere decir aquel lema que quien no tenga el español como lengua materna no está en casa en este país? Recordemos que el mismo Justo Sierra, en algún momento, llamó a acabar con todos los dialectos (léase “lenguas indígenas”) que según él, en un torcido afán nacionalista, constituían una traba para la unidad nacional.
No se trata de desandar la Historia con “h” mayúscula, tarea imposible además porque sólo el presente y el futuro son materias moldeables. El pasado está labrado en piedra: es una lápida que nos toca reparar si somos lo suficientemente concientes como para ver las grietas que la afean. Dejo de tarea esta reflexión sobre usos y abusos lingüísticos para todo aquél que hojee este hermoso libro. En sus páginas salpicadas de imágenes, versos, ensayos y reflexiones eruditas (e incluso pentagramas y letra de canciones tradicionales), el lector dará un recorrido histórico, poético, fotográfico y antropológico por las costumbres del pueblo tarahumara y su encuentro —muchas veces lastimoso— con el mundo que lo ha marginalizado. Ahí se da testimonio de la odisea de Antonin Artaud, el genio literario francés que en 1936 viajó a la sierra tarahumara. Como él mismo escribió en una carta: “La cultura racionalista de Europa ha fracasado y he venido a la tierra de México para buscar las raíces de una cultura mágica que aún es posible desentrañar del suelo indígena… Sobrenatural cultura, producto de una sobrenatural inspiración”. También se habla de Carl Lumholtz, el primer europeo que en el siglo 19 “estudió” científicamente a los hombres de las barrancas, con toda la carga de prejuicios etnocéntricos con los que ese encuentro estaba signado. Y no se podía dejar fuera el Jícuri, es decir, el uso ceremonial del peyote, y su relación con una cosmogonía que en muchos aspectos tiene poco que ver con la visión cristiana y occidental de cómo debe ser el mundo. A prueba de ello, la convicción tarahumara (de la que da cuenta ampliamente el libro) de que uno tiene más de un alma.    
            Esperemos que este libro magistral no se vuelva un incunable expuesto en un museo, en doscientos años, no sólo por la hermosura de los textos recopilados y de las imágenes que muestra, sino por pertenecer la lengua rarámuri exclusivamente al pasado. Inmensamente vergonzoso sería que después de haber sobrevivido a quinientos años de cataclismos históricos, el rarámuri se volviera apenas una curiosidad antropológica, un código que no sobrevivió a la estela de destrucción que como humanidad hemos sembrado. El Diluvio moderno del que hay que rescatar la vida construyendo una embarcación de emergencia no es una crecida fenomenal de las aguas, sino la crecida de nuestro ego en tanto que civilización. No se trata de un desastre natural sino humano, que por ser humano, resulta completamente evitable. Este libro es un homenaje a Carlos Montemayor y a los hombres y mujeres de las montañas del norte de México que han sido los custodios de la memoria desde que el Sol y la Luna se espulgaban como dos primates luminosos alumbrando respectivamente (con su luz y su espejo) la vastedad y la hondura de nuestro cosmos. Un cosmos que todos debemos compartimos en igualdad y diversidad, y que, algún día, tendremos que aprender a habitar en paz, con justicia y con asombro ante su misterio y su belleza.

martes, 18 de noviembre de 2014

Apuntes sobre la misoginia en la república de las Letras



Del corpiño de Eva al látigo de Lilith


Françoise Roy

            Cuando en una entrevista le preguntaron a la escritora austriaca Elfriede Jelinek, premio Nobel de Literatura 2004, si era feminista, contestó: cualquier mujer pensante es feminista. Atrás de esa pregunta, que a primera vista es un lugar común y atañe a un debate considerado por muchos anacrónico (¿acaso no está resuelto el problema? ¿acaso no quedaron atrás los brassieres calcinados, blandidos al final de un palo como banderas mortales u oscilantes péndulos reducidos a cenizas?), se vislumbra una problemática que, lejos de estar superada, debe llamar nuestra atención por su vigencia y su alcance. Más allá del discurso oficial sobre la igualdad de género, las estadísticas en cualquier campo del quehacer social arrojan una luz poco consoladora sobre el destino actual de las mujeres como agentes activos en las esferas de la economía, de la política y del saber.
Si la literatura es una rama privilegiada del conocimiento, ¿cómo se traduce el atraso social de las féminas en el ámbito de las Letras? Las mujeres, que han sido silenciadas durante más de dos milenios, han pasado a ser, desde la adquisición del derecho al voto (y ¡vaya ordalías para conseguir algo tan básico como ser parte de un padrón electoral!), sujetos, y ya no solamente objetos, del corpus literario. Sin embargo, esto no significa que lo hagan en condiciones de igualdad. Aun se publican antologías de poesía en el ámbito internacional (y no se diga en el ámbito nacional) donde están ausentes, proporcionalmente, las voces femeninas. Nadie levanta la voz; a nadie se le hace sospechosa esa ausencia. La que se atreva a señalarlo será tachada de frustrada, de azotada, de visceral, de panfletaria, de histérica (recordando que hyster en griego significa matriz, un órgano que tiende a ser colocado por el Creador, en el juego de la repartición anatómica, preferentemente en cuerpos de hembras). O bien, explicación más refinada, la tildarán de “necesitada”: en bocas masculinas, la contestataria se vuelve una pobre loca a quien le urge un semental que le dé una buena zarandeada de alcoba. La contracrítica a este argumento de no-representatividad femenina no se hace esperar: qué horror, se publican antologías de poesía escritas exclusivamente por mujeres (poemarios cuyas antologadoras, curiosamente,  siempre son féminas). Pero señores, nada sorprendente que se diera ese fenómeno: ¿quién (pues ni siquiera la Luna en el alto cielo lo hizo) se inmutó antes al ver que durante centenares de años absolutamente (o casi) todos los libros publicados eran escritos por hombres?
¿La musa es una sola y jala parejo? Sí, pero una cosa es ser tocado(a) por el cetro neptúneo de la poesía, y otra es la recepción que le depare el destino —con todo y su historicidad— al resultado de ese toque. En un mundo misógino (entendiendo que la misoginia, ¡oh horror!, ¡oh desgarramiento!, no es privativa de los hombres), una mitad, por regla aritmética, recibirá menos. ¿Qué hombre quiere hablar de menopausia, de lactancia, de ciclos hormonales? Aun el discurso hegemónico sobre lo que es buena y mala poesía no da para más que un monólogo, y es, en esencia, misógino; en él, se niega la gran subjetividad que envuelve cualquier apreciación artística, porque lo subjetivo es femenino.
He aquí el meollo del asunto: la misoginia es un filtro mucho más sutil que ese monstruo coludo y peludo, vilipendiado por lo políticamente correcto, que tolera el rezago de las mujeres en la vida pública, un rezago que minimizan las buenas conciencias y ocultan las estadísticas oficiales. No es sólo ese adefesio bicéfalo y deforme que azotaba la puerta de las universidades en las caras lampiñas que querían ilustrarse y estableció teológicamente que las mujeres no tenían alma. Misoginia es todo aquello que asienta su edificio, sesgadamente, sobre valores míticos “solares”: el reconocimiento público, lo bélico, la competencia profesional o de gremio, el pensamiento vertical, la conquista, el poder, el frío cuadrado de la razón y la objetividad, la frialdad, la distancia y las elucubraciones mentales. Ese tejido andrófilo excluye por antonomasia, como tema de interés, lo que ha constelado histórica y casi universalmente el mundo femenino: lo lunar, lo privado, lo confesional, lo emotivo, lo fluctuante, lo íntimo, lo receptivo, lo reflexivo, lo relacional, lo subjetivo, lo materno y lo reproductivo.
Hablando de literatura, lo confesional, en particular, será el blanco del más feroz escarnio, el espantapájaros que derribar en los círculos donde se vive enamorado de las partes pudendas viriles. Esta experiencia sensorial e intelectual enfocada excluyentemente a lo arquetípicamente masculino refleja siempre una cosmovisión truncada. Si bien lo femenino no se confina a lo sentimental y lo pasivo (¡a Dios gracias!), el machismo que descalifica per se esa parte del ser ignora (lo ha hecho durante milenios) una gran rebanada de la condición humana, cuyo retrato y registro es, a fin de cuentas, una de las funciones del arte, en su papel especular. Quieran o no, los promotores de las falocracias de toda índole, al descalificar el mundo en el que se han movido históricamente las mujeres, lo hacen no sólo porque lo consideran ridículo o intrascendente, sino porque ese mundo sensitivo, complicado, “alimenticio”, maneja códigos que no entienden y, a la postre, temen igual que a la peste. En cambio, el mundo masculino, lo conocieron las mujeres aun desde la exclusión milenaria que han padecido: las reglas del juego que les fueron impuestas eran las únicas que había, las de un orden donde reinaban hombres, y salvo honrosas excepciones, sólo hombres. En la corte, en la cátedra, en el tribunal, en las empresas comerciales, y luego en los parlamentos y congresos, o uno tenía barba en la cara o no entraba. Hizo falta una escritora de la talla intelectual de Yourcenar para que una mujer pisara los cuarteles de la Academia Francesa.
El lugar de la mujer —continente oscuro de Freud—, no deja de ser fundamentalmente una construcción social. Aferrada a su laberinto de lágrimas, Ella equivale, para el misógino, a un simple vacío ansioso de ser llenado (no pregunten con qué, no vaya a ser muy fea la respuesta). La misoginia es el amparo ideológico de quien no se atreve a nadar en aguas turbias, ahí donde se tiene poco control, donde se es vulnerable, donde la identidad se encuentra fragmentada al ser reflejada en otros tantos espejos (los otros), donde se debe elegir el abandono, la entrega o la renuncia sobre el poder y la individualidad exacerbada, donde se es la cenicienta de los cánones institucionales. Por eso, lo que Ella, la poetisa (hasta el vocablo es despectivo), escribe, recibe las más de las veces el epíteto de poesía menor. Algunos poetas pueden hacer declaraciones públicas sobre el hecho de que no hay buenas poetas mujeres en tal entidad (los ejemplos abundan) sin que provoque la más mínima ondulación en la superficie del lago de las sensibilidades, como si alguien hubiera tirado al estanque un guijarro diminuto y una jauría de criaturas de delantal, amordazadas y maniatadas, listas para celebrar el aquelarre de la histeria, lo viera hundirse plácidamente hasta ser tragado por el lodoso fondo lacustre. ¡Quisiera imaginarme la enfurecida lapidación que acarrearía semejante declaración a la inversa, de mujer a hombre! Ese interlocutor que, ojalá fuera imaginario, tacha casi a priori la obra de las mujeres (y sólo hace excepciones en contados casos de talentos femeninos tan contundentes que se vería mal si los ninguneara de un plumazo) renegará típicamente de sus raíces provincianas; hablará pestes de sus colegas femeninas, tapando su misoginia (de la que él ni tiene conciencia) con galimatías elaboradas y doctos dictámenes sobre la falta de “decoro poético” o la ausencia de rigor intelectual, a no ser con tecnicismos sobre cesura de verso y rimas internas. Jamás admitirá —porque su capacidad de introspección y su honestidad no llegan a tanto— que en el fondo lo que le molesta, o lo que más bien se le escapa, es el ethos femenino: los temas más privados, más introspectivos, más abiertos a la riqueza de las emociones que tiende a abordar la escritura, por supuesto polifacética, de las mujeres. Más aun, lo que quiere ese sujeto a menudo tuerto y afectivamente tullido es triunfar en la capital de su país (aquí en el D.F., ombligo institucional de la nación) o en cualquier centro alejado de las periferias, tanto geográficas como ideológicas. Se subordinará para lograrlo a lo culturalmente correcto, que no coincide necesariamente con lo políticamente correcto. La misoginia, si bien no es políticamente correcta, es culturalmente correcta: se refleja en una serie de hechos objetivos que podemos comprobar con números y que delimitan situaciones reales de atraso y desigualdad. Todas las cifras que hablan de salario según el género, repartición de tareas domésticas, participación activa en política, niveles de escolarización, acoso y abuso sexual, violencia conyugal, derechos laborales (y la lista se alarga hasta parecer los pergaminos del Mar Muerto) confirman que, en 2005 todavía, es más cómodo y prometedor ser hombre que otra cosa. Ruéguele al Creador que le surta de menos un cromosoma Y en el reparto de genes. ¡Viva el hemisferio izquierdo del cerebro! Sabemos que ahí están asentados el lenguaje y las capacidades verbales, razón de más para desterrar los pañuelos y celebrar el triunfo de Narciso —con todo y mito—, la victoria del Conquistador —con todo y trofeos y premios literarios—, los dogmas de Saturno —señor del tiempo y de las reglas—, y la excelsa intelectualidad de Urano —dios de las alturas que lanzaba a sus hijos al mar desde el cielo estrellado porque no eran tan perfectos como lo estipula el mundo de las ideas puras (léase masculinas) de Platón—. Hay que recalcar la superioridad de los dioses barbudos sobre las pobres, enjutas y blandengues deidades femeninas; no vaya a ser que algún día una fémina, confesional por decreto, escriba un buen poema sobre sopas y bastillas, el abandono del marido o las penas que estrechan su acongojado corazón de hembra. 

Apuntes sobre el poeta sonorense Abigael Bohórquez, a raíz de la publicación de su poemario POÉSIE EN GAGE/POESÏA EN PRENDA (2010) Mantis Editores, Guadalajara, en coedición con Écrits des Forges, Trois-Rivières, Canadá




Bohórquez : el estilista con conciencia social

            Se ha dicho con acierto y conocimiento de causa de la poesía de Abigael Bohórquez que fue injustamente excluida de las obras canónicas de la poesía mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Huelga decir que no sólo hay literatura periférica porque esté escrita en lenguas poco habladas o porque se publique en lugares muy alejados de los centros de producción editorial del primer mundo: también hay literatura periférica porque se gestó lejos de los grupos de poder que deciden de la difusión de ciertas obras, ciertos autores y ciertos temas en un momento histórico dado: tal vez el caso de Abigael Bohórquez sea emblemático al respecto. Como poeta que no figuraba en las antologías de su tiempo y su espacio geográfico, no murió del todo al fallecer en 1995, sino que sobrevivió en la memoria gracias a su obra, que —siendo poco publicada y poco difundida— circuló sin embargo de mano en mano y de boca en boca. Así sobrevivió Bohórquez a los embates del olvido, y la publicación bilingüe de este poemario (que reúne una selección muy representativa de su obra) es sin lugar a dudas  prueba vibrante de ello. Si bien los muertos no son muy volubles, siendo de hecho lacónicos en exceso (gente de pocas palabras, se diría), por lo que no podemos preguntarle a Abigael Bohórquez su opinión al respecto, yo sospecho que él hubiera visto en ese destierro literario, más que un castigo, un destino libremente elegido para mantener su libertad. No es hipérbole decir que la búsqueda de libertad subyace en toda la obra bohorquiana, como él mismo lo confiesa:
“Acostumbro (…) a mis zapatos a que pisen
y a mis ojos a que indaguen
todos los territorios,
porque no me enseñaron qué era el beso,
ni la palabra,
ni los automóviles,
ni el sí,
ni el no.
Y no haber sido
y no ser.
  
            Al traducir el libro de Abigael Bohórquez, me preguntaba yo qué recepción tendría en un lector quebequense, acostumbrado a las nubes y a la nieve, al rigor del clima nórdico. Si la poesía es una experiencia universal, ¿qué puede entender alguien que no conoce la sequía resquebradora del desierto mexicano de poemas que son verdaderas elegías de la biznaga, del palo fierro, del sol implacable? ¿Cómo colocar, semánticamente, esas celebraciones en versos de una geografía diametralmente opuesta a la que conoce el lector que lo leerá en traducción? Dicen que cuando la gente del Sahara veía árboles por primera vez —situación que se daba, por ejemplo, cuando los beduinos se enrolaban por en el ejército argelino para combatir al colonizador francés durante su guerra de independencia en los años sesenta—, se ponía a llorar. No sabemos si derramaban lágrimas de alegría o de espanto, de turbación o de nostalgia, pero se cuenta que la vista de enramadas verdes conmocionaba a los hombres del desierto. Tal vez los habitantes del norte en quien yo pensaba al traducir esos poemas para un lectorado canadiense tengan la misma experiencia al leer ese tributo del poeta sonorense al paisaje mezquino y deslumbrante de la eterna sequía norteña:
“Oh, Desierto, jaula del sol, oh, Mío,
al aire reo y loco de la ausencia,
miro pasar tus trenes como la arena entre los dedos,
miro pasar mi pubertad desalentada
hacia donde me condujeron,
miro cómo a mitad de marzo, desde el centro del mundo,
te cubres de azucenas
y nadie sabe nunca cómo, de dónde, desde dónde,
los bulbos arremeten sus estigmas liliáceos
y te engendran, te cumplen desde abajo,
decretándote la primavera de un instante;
miro también la flora inverosímil
de la biznaga y la pitahaya,
que son el galardón de la hora nona,
el premio a su martirio deslumbrado.”
            Se trata de un mundo tan ajeno al del lector francófono para quien fue traducido este libro, que la experiencia de traducción fue una de traslado geográfico (y al decir eso, me acuerdo que la palabra “metáfora” en griego moderno significa simplemente “mudanza”, en el sentido pedestre de “flete”, “cambio de casa”). Y por ello me acordé de las teorías del subdesarrollo del mundo capitalista e industrial emergente de otrora, donde se establecía una relación casi causal entre clima y temperamento, y por antonomasia, entre desarrollo o progreso: la gente del sur no progresaba porque vivía en climas demasiado fáciles para estimular su ambición. Tal vez la obra de Bohórquez les da algo de razón a los teóricos clasistas y racistas del siglo 19: con sus palabras que retumban, se lamentan, interpelan, es tan extrema y contundente como los paisajes sonorenses que lo vieron nacer. Ahí la vida es una áspera lucha y las criaturas que habitan terruños quemados por el sol deben tener espinas o ponzoña para sobrevivir. Lo menos que se puede decir de la poesía de Bohórquez es que sí tiene espinas; el poeta abordó temas que en su época no eran hablados abiertamente, como la homosexualidad, y si bien su vertiente de crítica social no rompió cánones, está ahí en medio de la obra bohorquiana, pujante, perturbadora, incapaz o renuente a hacer concesiones.
            Asimismo el lector encontrará en este poemario todos los ejes temáticos que atraviesan como flechas la poética de Abigael: la protesta social —con sus retoños concomitantes: justicia, deseo de inclusión, desigualdad, y la rabia que nace de ello—, la magia del desierto, la fuerza del erotismo, el irrompible lazo con la madre, las lagunas de la infancia y el penoso despertar a la hombría. Un paseo por los dédalos de la remembranza, un dulce vía crucis salpicado de ironía y desengaño. Si para los griegos de antaño la memoria era una musa, ella lo fue también para Abigael Bohórquez, que recuerda con increíble nitidez su adolescencia, los momentos pasados en la cama del amante, el perro de su juventud. Y como verdadero labrador de la palabra que era un
Nuestro poeta celebrado hoy, no escatimó recursos literarios para acercarle al lector su mundo íntimo, familiar, desgarrado por el sida y deslumbrado por la belleza: neologismos, modismos casi intraducibles, regionalismos, juegos de palabra, arcaísmos y —añadiría yo— palimpsestos casi, son muchos versos que alumbran las páginas de ese poemario. Abigael el lingüista, el humorista, el cínico, el denunciador, el libertador, el amoroso, el nostálgico, el aguerrido, el hijo pródigo, el geógrafo, botánico y amante del desierto, todos los Abigaeles se dan la mano en esta Poesía en prenda.      
            Si tuviera yo que encontrar una analogía entre una cosa y la poesía bohorquiana, como en esos juegos de asociación automática donde uno tiene que decir lo primero que se le viene a la mente, yo afirmaría sin temor a equivocarme que la poesía de Abigael Bóhorquez asemeja una pitahaya: fruta del trópico árido, verde por fuera, pero muy roja por dentro, delicadamente dulce pero jamás empalagosa, jugosa y con semillas fáciles de tragar, inseparables de la carne. Un manjar poético, tan estético como la pitahaya, nos ofrece este poemario. No se diga más.

Apuntes sobre la novela "Balún Canán" de Rosario Castellanos



ROSARIO CASTELLANOS: LA VOZ DE LOS TIEMPOS EN LA NOVELA “BALÚN CANÁN”

Françoise Roy

            “Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria”.
            Así empieza la impactante novela de Rosario Castellanos, Balún Canán, el nombre que según la tradición dieron los antiguos pobladores mayas al lugar donde se encuentra hoy en día Comitán, Chiapas.
            Como lectora, yo tiendo a dividir - muy subjetivamente por supuesto - las obras de ficción, especialmente las novelas, en obras para lectores de poesía y obras para lectores de narrativa. En Balún Canán encontré una novela para poetas. Más allá de su giro costumbrista, de su clara pertenencia al género indigenista, más allá de la aguda crítica social que encierra sus páginas, Balún Canán retrata un mundo en el que lo poético recorre lugares y personajes como una veta. Me pareció como un gran telar sobre el que se agachan las mujeres chiapanecas, donde un hilo de un color distinto recorre la tela de fondo. Ese hilo es la visión poética de la autora, que sirve aquí para retratar un mundo en la cuerda floja: el de una familia de hacendados en Comitán, Chiapas, durante el mandato del presidente Lázaro Cárdenas, donde interviene inevitablemente la relación entre rico e indígena, amo y siervo, privilegiado y despojado.
            La técnica narrativa de Rosario Castellanos hace uso de una multiplicidad de voces que expresan cada una su punto de vista sobre los acontecimientos históricos y el drama familiar que le toca vivir. El narración va alternando entre el narrador, que habla en tercera persona, y la pequeña hija del hacendado, que habla en primera persona.  En la mirada de la hija del hacendado, de un ahijado que por ser hijo ilegítimo ha sido excluido de los círculos de poder sobre el que se articula la familia del amo, de la esposa que vive el drama como sometida y dueña a la vez, el lector es llevado a una huida forzada donde se hace y de deshace la historia.
            Balún Canán es el espejo de una sociedad marcada por la pérdida. Ahí intervienen todas las formas posibles de pérdida: la del amor, de la vejez, de la pobreza, de la muerte. Con una fuerza lírica y un dramatismo que son característicos de toda su obra, la autora va tejiendo el choque entre dos mundos, que por las circunstancias históricas resultaron irreconciliables. Todos los acontecimientos narrados están en manos de dos actores: el blanco que funda su poder económico sobre la convicción de su superioridad cultural  y el indio que no tiene nada sino una tradición mítica milenaria donde se mezcla la brujería, los mitos de ontogénesis y una obediencia que bajo la influencia de la reforma agraria se está empezando a romper, amenazado así el frágil equilibrio sobre el que han reposado las relaciones sociales del México profundo. Un drama que se va urdiendo paso a paso desde la Conquista.
            En la novela de Rosario Castellanos, el indígena casi no tiene voz. La única representante de la comunidad tzeltal donde se desarrolla la trama es la nana de la niña, cuyas palabras nos llegan a través del recuerdo de su protegida. Sin embargo, a través de esa falta de voz se oye un grito. Su ve un peonaje dispuesto a aprender a leer. Se presiente una rabia silente que es uno de los temas más desarrollados de la historia hasta su desenlace: desenlace trágico para casi todos los actores que con sus máscaras nos muestran una faceta de la vida rural en una hacienda situada cerca de la frontera guatemalteca. Y aunque el indio no participa en los numerosos diálogos y monólogos que puntúan la novela, su voz se vuelve de pronto ensordecedora. El lector oye lo que respondería a los prejuicios del blanco. El lector entiende que si no habla, no es por falta de voz, sino porque tiene demasiada, porque en algún lugar de su alma está acopiando la ira de sus ancestros.
            La pluma de Rosario Castellanos es una de las más incisivas de la literatura mexicana de este siglo. No deja a nadie incólume. La fuerza de la narración reside justamente en retratar con ojo de águila la gran complejidad de las relaciones humanas, más allá de los arquetipos: la sumisión de las mujeres que de pronto se vuelve una fuerza sorda, el drama del opresor que por circunstancias ineludibles se vuelve oprimido y es atacado en lo que más defiende, la dualidad que enfrenta el indígena cuando se ve forzado a elegir entre asimilación y resistencia. No hay aquí personajes simples, con una misión unilateral: pocos autores mexicanos han descrito con tanta agudeza la dualidad del destino humano: el pobre que quiere ser rico pero odia a los que lo han excluido del banquete; la mujer sin dote que debe obediencia al marido pero tendrá la libertad de descargar su frustración sobre el que no comparte su posición social, la niña que ama a una nana indígena que ella sabe inalcanzable, más allá del amor, porque el lugar que le tocó a uno en la vida aparece como inalterable; el blanco que a pesar de su poderío está a merced de los brujos tzeltales que tienen el poder de arrebatarle lo que la historia le dio a manos llenas, es decir la fuerza del linaje, la integridad física que sus propiedades que de pronto se ve amenazada por un incendio provocado. Ningún personaje de la novela aparece más que en su inmensa fragilidad. Uno la enfrentará desde el poder; otro con la fuerza de sus tradiciones.    
            Los críticos literarios de la época no dejaron de resaltar el giro altamente autobiográfico de la novela “Balún Canán”. La muerte prematura del hermano de la autora, la culpa del sobreviviente que para pronto tiene la desdicha de ser mujer y por lo tanto no es candidato a herencia ni a perpetuar el apellido que tanto pesa en la jerarquía social del hacendado.
            Si uno de los propósitos de la novela como género literario es ahondar en los sentimientos que impulsan a los personajes, Rosario Castellanos nos ofrece aquí un abanicos del sentir humano de donde escoger: el deseo, la envidia, la soberbia, el rencor, la impotencia frente a la muerte y la enfermedad, la resignación, el esperanza, la amargura, la gratitud, el miedo, los celos, la intolerancia, la incomprensión, el despecho, la culpa. Todo aquí es como un actor secundario que pide salir a la luz dentro de los seis personajes que son el eje de la narración: el hacendado Don César Argüello, su esposa Zoraida, su sobrino Ernesto, sus dos hijos que son todavía niños, la prima Matilde - una solterona enloquecida -  y un indígena sublevado, Felipe, que catalizará todo el drama que les tocará vivir. La suprema metáfora de la novela es sin lugar a dudas el dzulum, una bestia mitológica que hechiza a las mujeres y se las lleva al monte para apropiarse de su almas. El saber que uno honra se vuelve, en boca del otro, una vil superstición de gente ignorante, cuyo oscuro poder aparece como el único ganador en la intrincada trama de Balún Canán.