miércoles, 9 de diciembre de 2015

Del plumero al bisturí: Manuel Días Martínez



Del plumero al bisturí: Manuel Díaz Martínez

por Françoise Roy

Una personalidad es una nutrida reunión de
oradores y de grupos de presión, de niños,
demagogos, Maquivelos...Césares y Cristos...
Henry A. Murray
Los personajes de Manuel Díaz Martínez (son héroes enmascarados: enarbolan un papel a menudo opuesto al que la tradición les asigna. Así, Dios es ignorante, y para colmo, fue creado por el Hombre (menuda tarea si hay una). Pocos se salvan de ese revoltijo de identidades: el filósofo, que debe llevar en alto la tea de la sabiduría, es liendre; el poeta, máximo representante de los mundos invisibles, no es sino un mitómano que miente como respira. Tampoco escapan los objetos, tan inanimados, a esa deliciosa tergiversación de papeles; un plumero sirve para azotar, el mármol —símbolo por excelencia de lo inmutable—se torna “reposado” (pienso en una tequila, un brebaje que dejó asentarse en el fondo las sustancias, la pez que lo componen).
Las formas tampoco se salvan de ese juego de espejos que cautivará al lector. A veces, la rima, de la que los poetas contemporáneos rehuyen como de la peste bubónica, es justamente el recurso predilecto de Díaz Martínez. O bien, el poema —revestido como debería serlo de la solemnidad del lenguaje metafórico— es rayano con el sonsonete o la copla, canción de cuna casi. En el cuerpo de sus estrofas, las personas gramaticales también padecen, no, ofrecen más bien como una dádiva, trastornos de identidad: la segunda persona, que encabeza muchos de los textos, de pronto deviene primera y tercera, de tal suerte que los poemas se antojan como un largo monólogo o diálogo del autor —con ese tiovivo de personas que cumplen con los papeles de otros, uno ya no sabe cuántas son uno mismo—. Vibrante himno a los dioses tutelares: la muerte (que sí conoce a uno), el padre (que ahora se reduce a cenizas), la madre (a quien se le escribe desgarradamente: “Te sigo escribiendo y tus cartas no regresan./¿Querrá esto decir que están dando en el blanco?/ Ninguna me han devuelto con el cuño/ Fallecida/O Cambio de domicilio”), los antiguos enemigos a los que el autor ya da permiso de perdonarle pues “a nadie lapida ya, a todos abraza”. ¿Una confesión que trae escondida dentro el puñal?
Parte de su obra se antoja una plegaria que empieza bien, solemne, y de pronto, bajo la pluma agridulce (y que peca de lúcida) de Díaz Martínez, se enturbia para acabar siendo irreverente, una hábil refutación que interpela a medio mundo, desde Yuan Pei Fu hasta Bécquer. Nadie queda incólume. En ese papel de renegado, este gran poeta cubano le rebata a Quevedo sus ahora epígrafes (¿mediante qué extraña alquimia los versos se vuelven epígrafes?) según los cuales la muerte sólo es para uno: “No estoy de acuerdo, don Francisco:/no sólo muere uno para uno:/para muchos, o para todo,/morimos.”
En una poesía de factura tan exquisitamente coloquial, alejada de los preciosismos de los que, sospechamos, se burla él a carcajadas, no podía estar ausente el humor, la sal terrea de la poesía. No he contado las 8760 horas del año 1995, pero Manuel Díaz Martínez sí. Contaduría implacable, a la par del preciso escalpelo de ideas que él pasea peligrosamente sobre el intelecto y la sensibilidad del lector, arriesgando cortarlo en cada página leída. Su poemario Paso a nivel, por ejemplo, es ambrosía que, imperceptiblemente, envenena; belleza tan deslumbrante que deja a uno ligeramente ciego. Y como dice el protagonista de Disgrace, la novela de J.M. Coetzee: “[…] en mi experiencia la Poesía te habla a primera vista o no te habla para nada. Un fucilazo de revelación y un fucilazo de respuesta. Como el relámpago. Como enamorarse. No cabe duda que Manuel Díaz Martínez, en lo que a sus lectores se refiere,  ha entendido eso desde hace mucho.

La mexicanidad de Ramón López Velarde



La mexicanidad de López Velarde


Dentro de los quehaceres humanos, el arte a menudo se reviste, en la conciencia popular, de un manto de santidad. Cuando bien le va, y no es ignorado por sus congéneres, el artista es visto como un profeta, aunque sea profano; el que está a la vanguardia de la Historia; el que entiende y ve lo que otros no están facultados para ver o para comprender. En ese proceso de endiosamiento, se nos olvida que la Literatura —una de las bellas artes con “b” minúscula porque no recurre a la imagen estrictamente mental que alude a un mundo ideal— es ante todo una institución. Y como toda institución, está ligada al aquí y ahora del país donde florece. También operan en ella, una vez institucionalizada, los mecanismos de inclusión y exclusión que son la característica de cualquier sociedad humana. Digo “humana” porque los gorilas y los delfines, por muy inteligentes que sean, todavía no llegan a producir textos literarios o a pintar cuadros. Broma aparte, los países, sobre todo cuando están en proceso de forjarse una identidad nacional, necesitan figuras clave que den fe de su sensibilidad particular, de su creatividad, de su alma. Ramón López Velarde, independientemente de la calidad de su obra poética —que es innegable— cumplió esa función para el pueblo mexicano. Él se convirtió —casi en vida, apenas póstumamente— en poeta nacional, y es para México lo que serían Jacques Roumain para Haití, Hector de Saint-Denys Garneau o Gaston Miron para Québec, Naim Frasheri para el mundo albanoparlante, Neruda para Chile, Dante Alighieri para Italia, Goethe para Alemania, Cervantes para España, Shakespeare para Inglaterra. Es más, hablando de Saint-Denys Garneau, que hoy es poeta nacional, debemos recordar que al fallecer él, más o menos a la corta edad a la que falleciera López Velarde, nadie daba un centavo por su obra, y lo poco que él había publicado había recibido duras críticas o indiferencia de parte de los literatos de su tiempo.  
En ese afán de buscar seres impólutos que resignifican el orgullo y los símbolos nacionales, se nos olvida que los poetas son criaturas encarnadas. No llegan al mundo como si éste fuera una tabula rasa lista para ser grabada con toda libertad, sino como personas que habitan un período histórico específico, y cuyas vidas serán muchas veces torcidas o beneficiadas por los acontecimientos de su tiempo. Pensamos en Leopardi, que sufrió en sus poemas épicos y nacionalistas la invasión de Italia; en Gogol, que tenía que escribir en clave para no ser mandado a un antecesor del GULAG, por las lejanas nieves de Siberia; en García Lorca, que no pudo vencer la máquina de censura de la derecha española que se resuelve por la muerte. López Velarde también dejaría en sus versos la huella de su tiempo, y viceversa. ¡Quién como él para escribir estos versos inaugurales de La suave patria!
Patria: tu mutilado territorio
se viste de percal y de abalorio.
Suave Patria: tu casa todavía
es tan grande, que el tren va por la vía
como aguinaldo de juguetería.
Y en el barullo de las estaciones,
con tu mirada de mestiza, pones
la inmensidad sobre los corazones.
            Y sí, López Velarde llegó en tiempos turbulentos del país que le diera luego el honroso título de “poeta de la Revolución Mexicana”. Sabemos que apoyó abiertamente las reformas políticas preconizadas por Francisco I. Madero, a quien le tocaría conocer personalmente en 1910. De aspirante a sacerdote a abogado, dejó su cargo de juez pueblerino para trasladar a la capital nacional con la esperanza de que Madero le diera un puesto de confianza. Madero probablemente no vio con buenos ojos el que López Velarde hubiera salido de un seminario y profesara un catolicismo militante y por ello, de seguro, no lo recompensó con un puesto de índole cultural. No hay que dudar que no le pareció al espiritista Madero la religiosidad de López Velarde que encontramos en versos como éstos:
Hoy que la indiferencia del siglo me desola
sé que ayer tuve dones celestes de contino,
y con los ejercicios de Ignacio de Loyola
el corazón sangraba como al dardo divino.

Feliz era mi alma sin que estuviese sola:
había en torno de ella pan de hostias, el vino
de consagrar, los actos con que Jesús se inmola
y tesis de Boecius y de Tomás de Aquino.


Tal vez porque aún no sabía que tenía que cuidar su estatus de poeta nacional, López Velarde no tuvo palabras tiernas hacia ciertos próceres y semi próceres (es decir, los que no quedaron ensalzados en los libros de Historia aunque jugaron un papel fundamental en cambiar la cara de su país). La llegada al poder de Victoriano Huerta —que lleva mal su nombre de pila porque quedó en los anales mexicanos como un traidor, no como un victorioso— incitó a López Velarde a dejar la capital, decepcionado de no haber sido elegido por Madero (una capital donde regresaría en 1914), y puso un bufete jurídico en San Luís Potosí. Con el mandato de Venustiano Carranza, se apacigua el país, pero la Suave Patria no sería lo que es si el poeta hubiera empezado a escribir en tiempo de paz, si no hubiera sido un provinciano criado en una república en busca de su identidad nacional. 
No todos los genios literarios ingresan en vida al panteón de los que son reconocidos como portadores de la antorcha verbal de su país. De los que son vistos cruzando como cometas los cielos nacionales. Portugal no le dio funeral de Estado a Fernando Pessoa, como lo hiciera Francia a la muerte de Paul Valéry, por ejemplo. Los factores que determinan la fama y la adopción por un pueblo de un artista emblemático, un testigo de su espíritu, son complejos, y a menudo misteriosos. A López Velarde le tocó rozarse, aunque fuera en papel, con un intelectual de la talla y de la fama de José Vasconcelos. ¿Qué otro Secretario de Educación recuerda uno en la historia de México que no sea Vasconcelos? Fue éste quien dictaminó que se le debía tributar honores al fallecido López Velarde en calidad de poeta nacional.
Uno se puede preguntar qué otras obras maestras hubieran salido de la pluma y del tintero de López Velarde si no hubiera muerto tan joven. Como escritor, uno sueña con algo parecido a un cronómetro para un corredor de cien metros o al equivalente de una cinta métrica para un saltador de longitud. Algo que establezca objetivamente quién es un genio y quién no. Pero pese a las ínfulas del mundo artístico acerca de su sapiencia en cuanto al valor de las obras, la apreciación o la calificación de la obra de arte es veleidosa. Obedece a múltiples factores, de tal manera que la que es considerada por muchos críticos como la obra maestra de López Velarde, Zozobra, recibió, por ejemplo, duras críticas de parte de quien fuera el poeta del momento en su tiempo y espacio, es decir, González Martínez. ¡Qué poemas todavía no escritos se habrá llevado el genio de Jérez, Zacatecas, si no hubiera muerto de bronconeumonía a la escasa edad de Cristo cuando fue puesto en la cruz! ¡Qué versos hubiera tejido el que Xavier Villaurrutia consideraba el Beaudelaire mexicano!
Gran intérprete del deseo, gran artífice del modernismo literario, inmenso bardo que fue capaz de meter a Dios Padre y a Eros en el mismo verso sin que éstos se aniquilaron mutuamente, López Velarde también ha sido comparado con el francés Jules Laforgue, el argentino Leopoldo Lugones o el uruguayo Julio Herrera y Reissig. Su obra, como la de de José Juan Tablada, a quién admiraba mucho Lopez Velarde, se inserta casi perfectamente, como pieza diminuta de los engranajes de un reloj, en ese limen de transición entre modernismo y vanguardia. Y no sólo fue poeta que supo expresar eso que los que le sucedieron llamaron “modernidad”, sino poeta del amor al terruño. Pues López Velarde cantó como pocos mexicanos su cariño a las raíces que hurgan en la tierra donde uno, por un azar, un azar producto de las Moiras griegas, de las doncellas del destino. Esas raíces con las que se funde el cuerpo después de la muerte. 
Diré con una épica sordina:
la Patria es impecable y diamantina.
Suave Patria: permite que te envuelva
en la más honda música de selva
con que me modelaste por entero
al golpe cadencioso de las hachas,
entre risas y gritos de muchachas
y pájaros de oficio carpintero.
Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.
¿Quién, entre los nacionalistas de su tiempo, podía quedar impávido ante esos versos donde la tierra natal casi aparece como una novia?

Silva para unos quintillizos muertos



Silva para unos quintillizos muertos

a Alejandra Negrete, Rubén Espinosa, Nadia Vera,
Mile Virginia Martín y Yesenia Quiroz, asesinados
el 31 de julio 2015 en la Ciudad de México
in memoriam


Azul sangre y rojo cielo a 19 grados arriba del Ecuador. Un departamento, antes y después del azul, 5 sangres, Yesenia, Rubén, Nadia, Mile Virginia y Alejandra. Nudo gordiano atado en sus gargantas, the nooze, nudo nada náutico (el cuerpo nao sin quilla) sino el de la asfixia, no, mejor, más eficiente, es la carnicería, la yugular abierta como un pan entre dos manos, el tiro de gracia (la carne relámpago se abre pero, no se cierra). Alabado sea el blando resorte del gatillo, pero antes, eso sí, Alejandra trapeaba pisos y tendía camas para gente viva; Mile Virginia modelaba; Rubén tomaba fotos; Yesenia pintaba párpados; y Nadia —hoy a la vera de Cristo— blandía la vera cruz de la lengua. De ahora en adelante, Alejandra ha de sacudir los muebles del Paraíso; Rubén de retratar a los querubines (qué majos son los ángeles); Yesenia de retocar los bucles de Santa Úrsula, ponerle rubor en las mejillas, espolvorear de rojo la cara de la Virgen de Guadalupe (rojo rubí que no sangre, para que Ella, tan celestial, esboce una sonrisa hacia los verdugos de la calle Luz Saviñón 1909, porque seguirán acomodando sus posaderas en las sillas mágicas del Congreso que son remedos de cajeros automáticos); y Mile Virginia habrá de practicar el zapateado en la pasarela flotante a los lados de la cual están formados los Seres de luz, muy arriba de las nubes. Ay ustedes cinco que se asomaron a la mirilla, ¿escucharon acaso la mano velluda descorrer el pestillo? ¿Quién fue primero? (Rubén es la cereza sobre el pastel del Estado, guardemos a Rubén para el final) ¿Qué vecino oyó lloroso los lloros llamando a los santos, qué sordo escuchó el laúd de la voz tocando las notas del santoral con sus cuerdas de henequén? ¿Qué dirán los medios de aquella catástrofe?: fue un ladrón, un malabarista, un malviviente, y se llevó los diamantes de veinte quilates de Alejandra // se llevó la cámara de colección de Rubén para tomar fotos de gente honorable // se llevó las plumas delineadoras de cejas Mont Blanc de Yesenia // se llevó la libreta de apuntes incunable de Nadia que pertenece a un museo de alta seguridad // se llevó los zapatos de cristal y el traje de crinolina con botones de esmeraldas de Mile Viginia, la colombiana. ¿Quién te oye gritar, Yesenia-Mile-Vera-Rubén-Alejandra, quién entre la gente mucha que no se digna en abrir la boca? No hay para donde correr aquí, concierto para piélago y conquista, exilio interior a la mexicana. La escoba de Alejandra, hoy, vuela lejos de los brujos patrios; el obturador de Rubén corta de tajo el aire jarocho; la pluma de Nadia escribe Yo soy el muerto 132, 132 solamente hoy del Río Bravo al Usumacinta, Ya me cansé (el armisticio lo firmarán en 1909 años cuando se hayan roto todos los relojes de arena); los pinceles de maquillaje de Yesenia pintan un cuadro donde no figuran los anatomistas de Rembrandt, sólo el cadáver; y los vestidos de Mile Virginia ondean ligeros a media asta. En tu ataúd de cristal, Yesenia-Mile-Vera-Rubén-Alejandra, ¿verás desfilar de menos el cielo de Tenochtitlán? Ése es un cuento de hadas al revés: el beso del príncipe mata, la reina perversa sube al trono con todo y huso envenenado. El rostro de Rubén tasajeado, mascarón de proa rumbo a la tempestad, uno de cinco rostros siguiendo como girasoles la luz de las alturas porque aquí abajo luz no hay, México un cuartoscuro, México un proceso sin juicio.  

Olga Orozco



OLGA OROZCO ET SES ECLAIRS DU MONDE INVISIBLE
                                                           par Françoise Roy
           
Olga Orozco est née à Toay, un lieu isolé, balayé par les vents, au coeur de la pampa argentine, en 1920. Elle fait partie de la génération d’écrivains que l’on a surnommée en Argentine la Génération des années quarante. Peu avant sa mort survenue en 1999,  elle a reçu le prestigieux prix Juan Rulfo pour l’ensemble de son oeuvre, où la poésie tient une place primordiale. Le prix Juan Rulfo, appelé ainsi en l’honneur du célèbre romancier et nouvelliste mexicain du même nom, est décerné annuellement par l’Université de Guadalajara [il est devenu par après le Prix FIL]. Il couronne l’oeuvre d’un écrivain de langue espagnol ou portugaise.
            Olga Orozco a publié le recueil Desde lejos en 1946, Las muertes en 1952, Los juegos peligrosos en 1962, La oscuridad es otro sol (récits) en 1967, Museo salvaje en 1974, Cantos a Berenice en 1977, Mutaciones de la realidad en 1979, En el revés del cielo en 1987, Con esta boca, en este mundo en 1994, También la luz es un abismo en 1995 (récits), La noche a la deriva en 1995, en plus des anthologies et recueils de sa poésie complète publiés depuis lors. On a dit de son oeuvre poétique qu’elle est l’une des plus originales de la poésie latino-américaine de ce siècle, et plusieurs critiques la considèrent comme étant l’une des meilleures poètes de langue espagnole du 20e siècle.
            Bien qu’on l’ait associée au surréalisme, à cause de son évidente recherche de l’onirique et de sa quête d’expansion des frontières de la réalité, sa poésie portait un sceau très personnel dès les premiers recueils.  Il s’agit d’une écriture qui a recours au divin, à la magie, la cartomancie et l’astrologie. En outre, le destin, le passé et le futur, le temps qui passe, la passion dans tous les sens du mot, la mémoire et la mort y trouvent une place prépondérante, donnant à sa poésie une tournure nettement lyrique et métaphysique, donc peu quotidienne ou ludique. D’ailleurs, les objets d’usage courant ne font sentir leur présence que très discrètement dans les poèmes d’Olga Orozco. Elle-même disait, dans une entrevue réalisée chez elle à Buenos Aires, un an avant sa mort: “Je vais préférer la poésie lyrique, peut-être, à une poésie exclusivement conceptuelle. Mais une poésie conceptuelle peut également être très valable, s’il s’agit aussi de grande poésie”.
Dans tous ses livres, on voit une évocation du déchirement, de la perte, des grandes questions concernant la place de l´homme sur Terre. Les arts divinatoires (dont le contenu symbolique, et donc poétique) est indéniable, ont d’ailleurs joué un grand rôle dans sa vie personnelle. Elle-même racontait que ses amis avaient peur d’aller chez elle parce qu’ils la croyaient capable de prédire l’avenir. Son expérience de jeunesse, où elle a appris à lire le tarot tout en s’intéressant à l’astrologie, a joué un rôle décisif dans l’élaboration de son oeuvre ultérieure. On devine la présence du mystère, de l’inexplicable, que la poète avait tendance à interroger dans presque tous ses poèmes.
            On a décrit Olga Orozco comme étant un peu magicienne: je dois avouer que lors d’une lecture de ses propres poèmes par elle-même, dans le cadre de la Foire du Livre de Guadalajara, ce n’est pas seulement la charge émotive de ses vers, mais aussi son regard perçant et sa voix grave et râpeuse qui m’ont le plus impressionnée.
            La versification de la poésie d’Orozco et le rythme que dégagent ses poèmes sont tissés autour de vers de longue haleine, plus expansifs que concis. Le vocabulaire, par ailleurs, est aussi recherché que les métaphores et les images sont choisies avec un soin méticuleux; rien à voir avec l’art minimaliste. Les phrases de ses poèmes sont presque toujours longues et relèvent souvent de la prose, ayant peu de ponctuation, comme si Olga Orozco respirait en alexandrins.   
            On a parlé de néo-romanticisme en faisant allusion à son oeuvre, à cause de la sensibilité à fleur de peau qu’elle dégage et du flot d’images qu’elle contient. On a évoqué sa touche magique, son ambiance sacrée. La verticalité de la poésie d’Olga Orozco convoque le sens du religieux (dans le sens étymologique de religare). Son œuvre puise dans les grands thèmes de la transcendance tout en construisant un imaginaire très particulier. Son souci métaphysique a d’ailleurs quelque peu effacé une certaine tendance “confessionnelle” que les critiques reprochent souvent  (et injustement, car les frontières du confessionnel à l’universel sont loin d’être aussi hermétiques qu’on pourrait le croire) à la poésie écrite par les femmes. D’ailleurs, Olga Orozco avouait elle-même que la poésie n’a pas de sexe, que le poète est quelqu’un “qui défie les autres malgré lui parce qu’il est enfermé dans son moi, dans son époque, dans un monde limité”. Et puisque le temps et la mort sont des sujets omniprésents dans sa poésie, Orozco elle-même disait en entrevue, pas longtemps avant sa mort: “Parfois ma crainte dépasse la limite, et je ne peux plus avoir recours à l’humour, parce que j’avoue que j’ai peur de la mort malgré le fait que je sois une personne religieuse, et malgré le fait que j’aie confiance en une existence après la vie. Jamais je ne penserai que le contraire de la vie est la mort. Je crois que le contraire de la vie est plutôt le néant. Pour moi, la mort constitue une autre étape, une autre vision sans doute. Mais une continuité. Alors, de quoi puis-je avoir peur, étant religieuse? Peut-être ai-je peur d’une métamorphose éventuelle qui pourrait être aussi douloureuse que celle de la naissance. J’ai le sentiment que c’est vraiment de ça qu’il s’agit. Non, je ne veux pas croire que ma peur témoigne d’un doute secret”.
            Voici trois poèmes, tirés de différents livres, qui, j’espère, donneront aux lecteurs francophones un avant-goût de l’œuvre poétique d’Olga Orozco.

Au pied de la lettre (tiré de La noche a la deriva)

Le tribunal est tout en hauteur, final et sans frontières.
Sensible aux variations du hasard comme le nuage ou comme le feu,
il enregistre chaque trait qui s’inscrit sur les territoires insomniaques du destin.
D’une marge de la nuit à d’autre confins, de la permission au remords,
je dessine avec ma propre trajectoire l’écriture fatale, l’aveugle témoignage.
Reculs et progressions, immersion et vols, suspens et chutes
composent ce texte dont l’enchaînement se noue et se dénoue avec les hésitations,
se dissimule avec la prudence de l’écart et du pied sur la vitre,
s’interrompt et se perd à chaque soubresaut dans les rêves du cocher.
Et quel serait donc le sens total, celui qui se faufile comme la bête hors du piège
et se cache pour aller mourir en d’obscures broussailles me laissant ainsi la peau
ou qui fuit sans s’arrêter par les cibles des croisées, labyrinthe tourné vers le centre?
Délation ou plaidoyer, je n’arrive pas à interpréter les intentions du message qui se                                                                                                                            dérobe.
Difficile d’en faire la lecture d’ici, où je viole la loi et je suis l’instrument,
où des réussites et des erreurs se propagent comme une ondulation,
un vice du langage ou les manoeuvres disciplinées d’une épidémie de peste,
et changent la couleur de tout mon résumé, désormais et vers le passé.
Mais il y a quelqu’un dont l’ignorance n’arrive pas à brouiller les pistes,
quelqu’un qui lit même sous les ratures et les démembrements de ma calligraphie
alors que se filtre le soleil ou que la mer scintille entre deux lignes.
Avec le sang se trouve mon aveu marqué; avec la cendre est-il scellé.


Les morts (tiré du livre Las Muertes)

Voici des morts dont la pluie ne blanchira pas les os,
des pierres tombales où jamais le fouet tourmenté de la peau d’alligator n’a                                                                                                                           résonné,
des inscriptions que personne ne parcourra en allumant la lumière d’une larme;
sable sans traces de pas dans toutes les mémoires.
Ce sont les morts sans bouquets de fleurs.
Il ne nous ont donné ni lettres, ni alliances, ni portraits en héritage.
Aucun trophée héroïque ne témoigne de la gloire et de l’opprobre.
Leurs vies se sont accomplies sans honneur sur terre,
mais leur destin fut de foudre comme le coup d’épée;
parce qu’ils n’ont connu ni le sommeil ni la paix sur le lit infâme vendu au bonheur,
parce qu’ils n’ont obéi qu’une loi plus ardente que la goutte avide de saumure.
Celle-là et pas n’importe quelle autre.
Celle-là et aucune autre.
Voilà pourquoi leurs morts sont les visages exaspérés de notre vie./
Femme à sa fenêtre (tiré du livre Con esta boca, en este mundo)

Elle est enfouie dans sa fenêtre
à contempler les braises du crépuscule, encore possible.
Tout en son destin a été consumé, définitivement inaltérable désormais
comme la mer sur un tableau,
et pourtant le ciel continue à passer avec ses angéliques processions.
Aucun canard sauvage n’a interrompu son vol vers l’ouest;
au loin les pruniers continueront à fleurir, tout blancs, comme si de rien n’était,
et quelqu’un n’importe où érigera sa maison
sur la poussière et la fumée d’une autre maison.
Inhospitalier ce monde.
Et âpre ce lieu du jamais plus.
Par une fissure du coeur surgit un oiseau noir et il fait nuit
- où peut-être est-ce un dieu qui tombe agonisant sur le monde?-
mais personne ne l’a vu, personne ne sait,
ni celui qui commence à croire que sur les liens brisés peuvent naître des ailes                                                                                                                        magnifiques,
les nœud instantanés du hasard, l’immortelle aventure,
même si chaque pas va clore avec un sceau tous les paradis promis.
Elle, elle a entendu dans chaque pas la sentence.
Et maintenant, elle n’est qu’une femme lointaine, immobile, une femme à sa fenêtre,
la simple architecture de l’ombre ayant trouvé asile dans sa peau,
comme si une fois une frontière, un mur, un silence, un adieu,
auraient été la véritable limite,
l’abîme dernier entre un homme et une femme.